11 may 2009

La confesión de la azafata de los vuelos de la muerte

Por Laureano Barrera






Hace más de tres años, durante una reunión con su grupo de trabajo y reflexión, la psiquiatra Silvia María Patera ya no pudo soportar el peso de su pasado, y se quebró: confesó con pesadumbre que fue obligada por sus superiores a inyectar clorato de potasio (una sustancia adormecedora que afecta el sistema nervioso central) a detenidos clandestinos, que participó en vuelos de la muerte y que, según se sabría más tarde, fue partera de embarazadas secuestradas en nacimientos clandestinos.


Sus colegas y ocasionales testigos de esa noche, se quedaron impávidos ante lo que oían. Ella acababa de relatar por segunda vez en 30 años de profesión sus difíciles inicios: su trabajo –desde febrero de 1976 hasta el fin de la dictadura– como enfermera en el Hospital Militar Central, y las cosas que allí había visto y vivido.


Seis meses después, y tras varios cruces con sus ex compañeros que querían aquietar lo oído, Osvaldo Hugo Cucagna –quien, paradójicamente, era el único que ya no estaba cuando Patera tomó la palabra– prestó declaración contando los hechos ante el Juzgado Federal 3, de Daniel Rafecas, que instruye la megacausa del Primer Cuerpo de Ejército.


Por criterios netamente procesales el juzgado no profundizó la pista: las dos líneas de investigación que se sigue apuntan a la reconstrucción de responsabilidades por cadena de mando y/o Centro Clandestino.


La denuncia sobre la psiquiatra, sin militares involucrados y aislada de los circuitos represivos, no tiene todavía suficiente peso como para abrir otra línea de investigación sobre el Hospital Militar Central, donde no se han comprobado judicialmente el paso de detenidos ilegales ni partos clandestinos. Por otro lado, las fuentes judiciales deslizaron que su propia confesión no es una evidencia sólida para incriminarla. La declaración de Cucagna fue remitida al juzgado de San Martín que investiga la función del Hospital Militar de Campo de Mayo como maternidad clandestina.


Confesión nocturna


Osvaldo Hugo Cucagna es docente de la cátedra de Derechos Humanos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, miembro de la red No a la Trata y del Centro de investigación de Medios de Comunicación y Semiología de la Vida Cotidiana (Ceims).Durante la noche del 5 de abril de 2006 se reunieron ocho integrantes del Ceims en la casa de Noemí Focsaner, entre los que había tres psiquiatras, cuatro psicólogos y una licenciada en comunicación, para hacer un racconto íntimo de la huella que había dejado en sus subjetividades el Terrorismo de Estado.


Había un motivo especial para hacerlo: visitaba a la dueña de casa una estudiante de cine francoamericana, Gabriella Kessler, que estaba en el país haciendo un reportaje sobre los 30 años del golpe de Estado para su tesis doctoral, y pidió filmar la reunión, sin sospechar que el fin de la noche deparaba un abrupto viaje al pasado. No sólo que todos los presentes estuvieron de acuerdo en que se registrara, sino que al retirarse firmaron una autorización para que la película pudiera ser exhibida, inclusive la ex enfermera. Uno a uno, comenzaron a exponer sobre el tema.


Después de haberlo hecho, Cucagna se retiró a su casa. El reloj marcaba las 23.30. A la mañana siguiente, María de los Ángeles López Geist, una de sus compañeras, lo llamó por “desesperada”, para contarle el epílogo inaudito de la velada que había sido para él casi una terapia de grupo. Era la segunda vez que Patera lo confesaba. La primera había sido en una reunión de psicodrama de Apsa (Asociación de Psiquiátras Argentinos), aunque para el auditorio, según Cucagna, “fue como si escuchara la lluvia caer”. La joven cineasta volvió a Europa con el material, no sin antes dejar tres copias del DVD. Imagen y sonido impecables. Según cuenta Osvaldo, los depositarios fueron Carlos Repetto, María de los Ángeles López Geist y la comunicadora Paula Morell. Con el tiempo, se convertirían en sus custodios más celosos.

El Grupo de los Siete. Las revelaciones de Patera causaron gran conmoción al interior del selecto clan confesor. Durante los primeros días, circularon entre sus azorados miembros con cierto afán, y hasta apoyaron la idea de hacer la denuncia. “Cinco de de los seis que estaban me confirmaron que eran ciertas”, dice Cucagna. Pero pronto afloraron las diferencias internas acerca de cómo proceder con información tan delicada, y el ímpetu inicial se estancó. Casi todos eligieron callar, considerarlas un desvarío que emanaba de una psiquis atribulada.


Fue el caso de Carlos Repetto, actual presidente del Capítulo de Medios y Vida Cotidiana de Apsa y director de la revista del Ceims, Sujeto mediático. “Insistía con que estaba desvariando”, agrega el denunciante. “Les pedí que me mostraran ese video, pero no quisieron –evoca Cucagna–. Un día me llama María de los Ángeles para decirme que yo tengo derecho a ver el DVD y que me lo va a prestar. Cuando llegó me dice ‘no puedo, porque si te doy el DVD tengo que romper con ellos’, y no me lo entregó.” Pese a todo, se resistía a adoptar la tesis autocomplaciente del simple exabrupto.


Hizo la denuncia el 19 de octubre de 2006 en el Juzgado de Rafecas reproduciendo las confidencias de la ex enfermera, tal como se las habían contado. Se contactó con Kessler para que le enviara el original desde Londres. Lo hizo dos veces: una vez llegó roto, y la otra, sin sonido. Y contrató una joven hipoacúsica. “Con un trabajo muy paciente de lectura de labios, se pudieron decodificar fragmentos, y entre las cosas que larga dice que la llevaban a hacer partos a la cárcel.”


El rol del Hospital Militar durante los años de plomo es un terreno aún poco explorado por los organismos de derechos humanos y los investigadores judiciales. Horacio Schiavo, jefe de la Maternidad del Hospital Militar Central durante la dictadura, testimonió en el juicio oral al ex gendarme Víctor Rei –en el que fue condenado a 16 años de prisión– que “cualquiera puede hacer un certificado (de nacimiento)… Lo firma uno, después se rompe y lo firma otro”. Tanto este caso de Alejandro Sandoval Fontana, como en el de otras dos nietas restituidas, Claudia Poblete y Eugenia Sampallo, las partidas de nacimiento falsas fueron firmadas por Julio César Cáceres Monié, el fallecido jefe de Cardiología del hospital.

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