Por Lic. Cecilia Sánchez
Hace unos días tuve la oportunidad de ver en televisión la película “Diamante de sangre” (Blood Diamond), protagonizada por el ascendente gurú ambiental hollywoodense, Leonardo DiCaprio. Bien es sabido que el rubio actor de 33 años ha invertido tiempo, dinero y capacidad en promover acciones para el cuidado del medio ambiente y fue visto acompañando al premio Nobel de la Paz, Al Gore, durante la promoción de su video documental, “Una verdad Incómoda”. Por si no lo recuerda, se trata de aquel filme que pronostica el desolador futuro que se nos avecina como humanidad en caso de que no podamos controlar las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera.
En otra de sus incursiones de carácter “comprometido”, DiCaprio integró el proyecto de Diamante de sangre, que muestra otra tendencia que también va ganando espacio en Europa y Estados Unidos: la concientización sobre los problemas del Tercer Mundo vista a través de la cámara de cine. En este caso, se trata de la guerra civil en Sierra Leona, originada por la búsqueda del control de la explotación de piedras preciosas, que con el consentimiento de grandes empresarios del rubro son traficadas a mercados europeos y norteamericanos, donde luego se venden a precios considerables.
Diamante de sangre es quizás un ejemplo menos logrado de lo que fue también “El jardinero fiel” (The Constant Gardener), película dirigida por el genial brasilero Fernando Meirelles y reconocida con un premio Oscar y un Globo de Oro, que mostraba el gran negocio que algunas compañías farmacéuticas hacían con la enfermedad en África.
Como decíamos antes, filmes como estos reflejan quizás el incipiente interés de Hollywood en temas “sociales” que usualmente le son infinitamente lejanos, pero que con la extraordinaria llegada que tienen, se espera puedan conmover a un público pochoclero en problemáticas de las que muchas veces tienen poco conocimiento. En el caso de Diamante de Sangre, la intención podría resumirse en provocar la toma de conciencia de un despistado novio para que pida un comprobante de origen antes de comprar el anillo de diamantes para su prometida. No vaya a ser cosa que hayan derramado sangre en un país distante para conseguirlo, y de allí el nombre que le da título al filme en cuestión.
¿Y por casa cómo andamos?
En la medida en que la película transcurría, no podía dejar de hacer una comparación con nuestra realidad argentina y latinoamericana. Lejos estamos la mayoría de nosotros de poder comprar un diamante. Sin embargo, poco sabemos de la línea de producción de la mayoría de los productos que adquirimos. Sin ir más lejos, hace unos años nos referíamos en este sitio, al fatal resultado de un incendio en un taller de costura clandestino en Buenos Aires que dejó varios ciudadanos bolivianos muertos. En ese entonces y debido al accidente, la opinión pública se enteró que había personas que eran tratadas literalmente como esclavas en Argentina, atadas a sus sillas, encerradas con sus hijos en un galpón, para confeccionar ropas de marcas muy conocidas que luego eran vendidas a precios inusitados en el mercado local. Y que muchos de nosotros comprábamos.
Como conclusión de las derivaciones que se sucedieron a continuación de la tragedia (allanamientos, investigaciones, certificaciones), hace poco más de un mes, el juez federal Norberto Oyarbide sobreseyó a tres directivos de una empresa textil que comercializa la marca Soho en los principales shoppings del país. Como explica el diario Página 12 en su edición del pasado 17 de mayo, los imputados estaban acusados de violar la ley de Migraciones por haber tercerizado la confección de prendas en talleres donde trabajan extranjeros indocumentados. El juez entendió en su resolución que el régimen laboral de precarización extrema al que eran sometidos los inmigrantes era una consecuencia de “costumbres y pautas culturales de los pueblos originarios del altiplano boliviano”. Es decir, no importa que los exploten… porque ellos están acostumbrados. Obviamente, el fallo generó polémicas y la decisión fue apelada. Pero no puedo dejar de pensar que se trata de una derrota silenciosa en un momento en el que ya casi nadie recuerda lo ocurrido en aquel galpón en 2006.
Sin embargo, frente a disposiciones judiciales discutibles como ésta, no podemos dejar pasar por alto el rol que nos cabe a todos como sociedad a la hora de enterarnos que convivimos con este tipo de prácticas. No podemos hacernos los distraídos y mirar para otro lado. Si somos consumidores, a la hora de comprar algo, podemos demandar conocer las condiciones de producción del producto. Si somos empresarios, en el momento de tratar con nuestros proveedores, podemos indagar sobre el origen de las materias primas que utilizamos para confeccionar nuestras manufacturas.
Quizás no podremos incidir de manera directa en los conflictos africanos generados en torno a la explotación de piedras preciosas. Quizás tampoco podremos desterrar todas las prácticas esclavizantes que retrotraen a nuestras sociedades a períodos supuestamente superados hace cientos de años. Sin embargo, con plena conciencia de nuestro poder de compra y con una actitud proactiva que exija la certificación ambiental de los procesos y la prueba de que los productos que compramos son libres de mano de obra infantil o esclava y creados en condiciones laborales decentes en el lugar de trabajo, podremos, desde nuestros lugares, transformar la realidad: compromiso de los consumidores y responsabilidad de los empresarios.
La tan divulgada noción sobre el efecto mariposa sostiene que “el aleteo de una mariposa en Hong Kong puede desatar una tormenta en Nueva York”. En otras palabras, significa que un pequeño cambio en nuestras actitudes puede generar inesperados resultados en la vida de otras personas. No subestimemos el poder que tenemos de cambiar el mundo, por más utópico que eso suene.
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