Las imágenes del entierro de Victor Jara, treinta y seis años después de que fuera asesinado, rodeado de miles de personas, con la participación del Estado chileno, es la medida de una sociedad que está viviendo la liberación del pasado de la dictadura del general golpista Augusto Pinochet. Tras su segunda autopsia, practicada en parte por el profesor de la Universidad del País Vasco, Francisco Etxeberría, que tantas fosas ha abierto por el suelo del Estado español, la sociedad chilena ha cerrado el duelo por la que fue la voz del pueblo.
El impacto de su muerte y de su segundo entierro ha sido enorme y es una demostración de la democratización de la democracia que han conseguido construir quienes sufrieron la dictadura pinochetista. El cantante Joan Manuel Serrat ha escrito unas palabras en homenaje al cantautor chileno: “A quien dice: Dejad en paz a los muertos, les respondo: ¿están los muertos en paz? ¿Estamos en paz con ellos?”. Y añade: “Esta vez Joan Turner (su viuda) no caminará sola. A su lado marchará una multitud que, nadie lo olvide, treinta y seis años después del crimen, sigue clamando justicia”.
A miles de kilómetros de allí, bajo una carpa, un grupo de expertos busca los restos del poeta Federico García Lorca, otra voz del pueblo segada por la intolerancia, el fascismo y las pistolas del nacional catolicismo español. Cuando fue asesinado Franco culpó al Gobierno republicano por haber repartido armas al pueblo.
Pero spain is different. Los familiares de Lorca han llegado a decir delante de Jose María Aznar que el hecho de que el poeta fuera homosexual o de izquierdas era superficial, dándole al gestor de la mayor regresión de nuestra sociedad hacia el franquismo el título de legítimo representante del poeta, ya que sólo les separaba que era rojo y maricón y en el resto Aznar y Federico están cerca el uno del otro. Incluso el ex presidente llegó a decir en el cenetenario del nacimiento del poeta: “Hoy todos somos Federico” (y no era un piropo a Jiménez Losantos).
No nos hemos puesto todavía a desalambrar los latifundios culturales construidos por cuarenta años de franquismo. Aquí se abre la fosa de Lorca en silencio, ocultando un gran crimen; aquí sus familiares no claman justicia; aquí Joan Manuel Serrat no escribe sobre los muertos que no están en paz y con los que no estamos en paz; aquí la izquierda no trabaja por su justicia; aquí ningún colectivo de homosexuales ha reclamado justicia, ha pedido que se investigue, que se repare, que Lorca es un símbolo de su persecución; aquí el Estado mira para otro lado, para otros lados y un cultura invisible, que está dentro de nosotros, emanada del franquismo, de la que todavía no nos hemos deseducado, sigue llenando de silencio ese pasado, ocultando los crímenes de la dictadura, como si no hubieran ocurrido, culpabilizando a los aguafiestas que reclaman justicia para las víctimas del franquismo y quieren joder este festín que ha llenado de hipermercados nuestro país.
Los huesos de Lorca, allá donde estén, son el esqueleto de un enorme silencio que camina por nuestro país a sus anchas, un silencio sordo y retorcido que protege a los asesinos, a los torturadores, a los ladrones de bebés nacidos de los vientras de las presas republicanas y que hace vivir a buena parte de la sociedad como si hacer justicia por el asesinato y la desaparición de más de 113.000 hombres y mujeres fuera algo superficial. Aquí, mientras no haya justicia para tantas familias la democracia seguirá siendo todavía un esqueleto.
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