Por Alberto Lapolla
(Ingeniero Agrónomo)
Corría el año 1971, el por entonces presidente de la UIA, Elvio Coelho –es decir, el jefe de la parte monopólica de los industriales, el de la otra parte era José Gelbard– , le hacía una increíble confesión a James Petras: “Ya en 1971 me había impresionado un diálogo que mantuve, si mal no recuerdo, con Elvio Coelho, entonces Presidente de la Unión Industrial Argentina.
Yo le preguntaba por qué no se lanzaban a la industrialización como en Brasil. ‘Porque los sindicatos son demasiado fuertes y eso nos llevaría a una guerra civil’, contestó. –Pero, ¿por qué no lo intentan? –‘Porque podemos perder’, dijo”.
Recordemos las coordenadas del temor de los grandes industriales: el país industrial expandido desde el peronismo estaba en su apogeo y la rebelión obrera y popular contra el pacto social oligárquico impuesto en 1955 y reformulado en 1966, estallaba en plenitud.
Ya habían ocurrido, el primer Cordobazo, dos Rosariazos y un nuevo Cordobazo, bautizado por el humor popular como Viborazo. Los trabajadores organizados eran el centro de la rebelión que hostigaba y acorralaba a la dictadura militar.
La rebelión cordobesa prohijada por la heroica CGT de los Argentinos encabezada por Raymundo Ongaro, había engendrado un nuevo movimiento sindical peligrosamente asambleario, combativo, peronista pero de nuevo cuño, con un líder incorruptible que no lo era, Agustín El Gringo Tosco. Las banderas del Socialismo, la Revolución Cubana y de las organizaciones armadas acompañaban las marchas obreras junto a las históricas consignas peronistas.
No era, sin embargo, la primera vez que la burguesía industrial recelaba de seguir adelante con el proyecto de Mariano Moreno prohijado por Perón y el GOU a partir de 1943. Ya en 1955, el Almirante Rojas, contraponiéndose a la opinión del Ejército de Lonardi, había expresado: “Para que desaparezca el peronismo, deberán desaparecer las chimeneas”.
Para no dejar dudas de qué se trataba el asunto, el contraalmirante Rial, que los libertadores habían colocado al frente de la odiada CGT, fue más claro aún: “Sepan ustedes que la Revolución Libertadora se hizo para que el hijo del barrendero muera barrendero”.
La vieja matriz terrateniente-parasitaria-colonial de la burguesía hispanoargentina se negaba de todas las maneras posibles, a seguir el Camino prusiano que el Estado Justicialista hábilmente le había impuesto. Como señalaran los jefes de la Sociedad Rural en 1956 y 1957, la Argentina debía producir vacas y granos, reduciendo su población a “un habitante por cada cuatro vacas”.
Además de reducir la población, esto implicaba destruir el mercado interno y las sensibles mejoras vitales obtenidas por los trabajadores entre 1945 y 1955.
Pero especialmente implicaba, destruir la industrialización producida, la cual era vista como un fruto exótico para nuestras –sus– pampas agroexportadoras. Claro que para ello era necesario destruir dos clases sociales y varias subclases o sectores asociados a la industrialización: la burguesía industrial, la clase obrera industrial y los sectores medios urbanos y rurales asociados a ellas.
Este proceso sería doloroso y cruel. Para ello se necesitaba una mano muy dura que hasta entonces no había podido ser aplicada. Así la dictadura genocida asumiría el mando de la tarea sucia bajo la batuta teórica del Grupo Perriaux, capitaneado por Jaime Jacques Perriaux.
En su núcleo duro revistaban, entre otros, J. A. Martínez de Hoz, Enrique Loncan, Mario Cadenas Madariaga, Luis Carlos García Martínez, Guillermo Zubarán, Alberto Rodríguez Varela, Celedonio Pereda, Armando Braun, Jorge Aguado, Horacio García Belsunce, Jaime Smart, Osvaldo Cornide, los Generales Miatello, Turolo y Saint Jean y las cúpulas completas de la Sociedad Rural, CRA, Carbap y Apege. Martínez de Hoz sería su representante en el gobierno militar. Él y los muchachos del Grupo Perriaux, fueron la usina teórico- política que comenzara la demolición de la Argentina industrial y permitiera la restauración terrateniente. José Gelbard desterrado y derrotado lo expresó con claridad a fines de 1976: “–Ya ve (…) los terratenientes y las multinacionales hoy están en el poder y los militares me quitaron la ciudadanía argentina.”
Kissinger, Martínez de Hoz y Harguindeguy. En mayo de 1974, aún en la Presidencia de Perón, José Ber Gelbard –su ministro de Economía– firmó en Moscú los mayores acuerdos energéticos, industriales y estructurales de nuestra historia económica. De llevarse adelante, la Argentina habría completado su desarrollo industrial, proveyendo de manufacturas de industria liviana al campo Socialista a cambio de alta tecnología e industria pesada. Tal vez poseeríamos hoy, el doble de población, la burguesía terrateniente habría seguido el camino prusiano impuesto en 1943, la tierra sería accesible, la Nación estaría poblada en su totalidad, la red ferroviaria se habría extendido en toda su extensión y, tal vez, sólo tal vez, seríamos un país similar a Canadá o a Australia.
Sin embargo, Perón murió a menos de dos meses de los acuerdos, y la burguesía terrateniente, ya aglutinada alrededor del Grupo Perriaux, decidió acabar para siempre con el peligro obrero y los devaneos industrialistas de los “judíos (tenderos) del Once”
. En ese viaje medular, L. Brezhnev, jefe de la Urss, había expresado: “Adonde vaya la Argentina irá Latinoamérica”, remarcando la importancia estratégica de la alianza económica de nuestro país con la Urss. Para los Estados Unidos, en repliegue luego de su derrota en Vietnam, Indochina y África, la situación era harto peligrosa.
Una Argentina industrial bajo el modelo estatal y distributivo peronista, en alianza económica con la Urss, podía implicar el fin de su dominio continental. Pero en esos tiempos, los Estados Unidos tenían un gendarme regional que disputaba con la Argentina la primacía industrial, sobre bases totalmente opuestas: sumisión al capitalismo multinacional, ausencia de derechos sociales y sindicales para los trabajadores y nula distribución del ingreso.
Así, contrapesando a Perón-Brezhnev, Kissinger rápidamente viajó a Brasilia, anunciando grandes inversiones de las multinacionales norteamericanas y cuantiosos créditos para la dictadura militar. Contrarrestando a Brezhnev, proclamó: “Allí donde vaya Brasil, irá Latinoamérica.”.
No se equivocó. Mediante las dictaduras más atroces del siglo XX, que produjeron casi un millón y medio de muertos entre 1970 y 1996, nuestro continente y la Argentina en particular fueron obligados a marchar para atrás en el tiempo histórico, retrocediendo mediante un retorno sangriento y salvaje, al modelo agroexportador vigente entre la batalla de Pavón en 1861 y la Revolución del GOU en 1943. Así el siglo XXI encontraría a Brasil como subpotencia industrial global, y a la Argentina devuelta al modelo agroexportador, productora de materias primas sin valor agregado.
El triunfo norteamericano-terrateniente sería de tal magnitud, que en 2005, el Ingeniero Álvaro Alsogaray, próximo a cumplir la mayor tarea patriótica de su vida, afirmó exultante: “Yo me voy a morir feliz; hemos logrado devolver la Argentina al 3 de junio de 1943.” Alsogaray festejaba lo que la dictadura y el menemato habían logrado realizar: destruir la nación industrial, devolviendo a la burguesía terrateniente pampeana la renta que le había sido extraída mediante las Juntas Nacionales de Granos y de Carnes, el Iapi, la justa distribución del ingreso, los arrendamientos y créditos baratos para acceder a la tierra por los chacareros, realizado por el Peronismo, y los modelos desarrollistas que lo siguieron hasta 1976.
Los terratenientes recuperaron así la hegemonía perdida en el bloque de clases dominantes a través de la financierización del Capital, que destruiría a sectores y ramas completas de la economía nacional, tanto urbanas como rurales. Así entre 1976 y 2001, perderíamos casi 250.000 empresas industriales –el 75 % del parque industrial– y 330.000 productores agropecuarios, la mitad de los existentes.
La destrucción agraria estuvo vinculada también a la desindustrialización: al destruir la industria textil se liquidó la producción algodonera que había llevado décadas implantar; al destruir a los obreros industriales y expulsarlos del consumo, se exterminó a cientos de miles de horticultores y productores familiares, abriendo el camino para producir pasto-soja, innecesario para nuestro desarrollo nacional. De tal forma el pedido de Henry Kissinger a los militares argentinos en abril de 1976, se había cumplido inexorablemente y la Argentina volvía a estar atada a los intereses “agrarios predominantes, por naturaleza dependientes y coloniales”, como enseñara San Jauretche.
Pues había sido el malo de Kissinger, quien en abril de 1976 señalara a su embajada en Buenos Aires, en un radiograma secreto, sobre “la conveniencia de influir sobre las nuevas autoridades militares para que la Argentina abandonara el modelo industrial de posguerra, tan conflictivo socialmente, y retornara al modelo agroexportador de preguerra”.
Claro, para ello había que volver al país “de un habitante por cada cuatro vacas”, con la consiguiente –y trágica– reducción poblacional. Había que matar –y expulsar– a algunos argentinos sobrantes: 30.000 serían exterminados por los militares genocidas, casi 500.000 emprenderían el exilio y cerca de 450.000 serían eliminados por hambre gracias a las políticas neoliberales aplicadas entre 1989 y diciembre de 2001, refundando una nueva Argentina agroexportadora, sólo que ya no seríamos el granero del mundo, sino su forrajería, con un pueblo pobre y una oligarquía terrateniente-sojera inmensamente rica.
De Perriaux a la Mesa de Enlace. Cuando el gran estratega entrerriano de la FAA, exclamara exultante: “Tenemos que entender que la Argentina debe producir soja, maíz y carne, que es lo que sabemos hacer, y los autos se los tenemos que dejar hacer a los chinos, coreanos y japoneses que lo saben hacer bien y baratos.
Y los amigos de Kirchner del conurbano –esos negros de mierda que no quieren laburar. AJL– tienen que entender que el kilo de carne lo van a tener que pagar 60 ó 70 pesos”, desconocía –tal vez no– que no estaba inventando nada. Ya Martínez de Hoz había explicado “que si el país iba a producir acero o galletitas lo iba a decidir el mercado”. La burguesía terrateniente había decidido que la Argentina dejaría de producir acero, pero… también galletitas.
Las políticas implementadas en los noventa hicieron que el núcleo duro de la burguesía terrateniente pampeana que había industrializado parte de la colosal renta diferencial entre 1945 y 1975, vendiera sus activos industriales –Bemberg, Fortabat, Bunge y Born, Pérez Companc, Wertheim–, fugando el grueso de ese capital a paraísos fiscales, recomprando gran parte de las tierras que había debido vender en el ciclo industrial. De tal forma, del derrumbe de la Argentina industrial, emergió la Argentina sojera.
Al mismo tiempo la FAA –que perdió 300.000 miembros, sobre 400.000 en este ciclo– dejó de representar a pequeños productores en conflicto con grandes terratenientes, para pasar a representar a un grupo agresivo de nuevos pequeños terratenientes que al igual que los grandes, pueden ser rentistas agrarios, ya no chacareros o chacrers, tal como gustan fabular algunos monsantianos, y participan de la expulsión y exacción de los verdaderos pequeños y medianos chacareros y pobladores originarios del NOA y del NEA.
De tal forma, cuando el pueblo argentino, recuperando su dignidad, sepultara al modelo neoliberal en la rebelión de diciembre de 2001, recuperaba también la posibilidad de retomar la marcha industrializadora, haciendo posible la recuperación de un modelo productivo. Reemergía sin embargo un viejo problema, ¿cómo reconstruir la Argentina industrial sin una burguesía dispuesta a serlo? Peor aún, la renta diferencial pampeana –las increíbles condiciones agroecológicas de la Pampa Húmeda– producen el efecto que al contrario del resto del mundo, los industriales y banqueros –anque algún sindicalista o político corrupto– se hacen terratenientes y no al revés como enseña la economía clásica.
De allí que no hay industria en la Argentina sin Estado industrial. De tal manera la sojización o la tan meneada Argentina verde y competitiva –sucedáneo de Argentina no industrial– aparece como un producto parasitario y neocolonial de un sistema económico retrotraído al pasado. Así, la Mesa de Enlace, que reclama retenciones cero impidiendo al Estado la regulación de la economía y la apropiación de una mínima parte de la renta agraria, lejos de simbolizar un nuevo consenso burgués, no es más que el viejo proyecto burgués terrateniente colonial revestido de viejo, claro que ahora agringado. La Nación se debate en un dilema de hierro, como supo expresarlo no hace mucho Daniel Muchnik: “O producimos soja o producimos camiones, las dos cosas no se puede”. Y claro está, eso no lo puede decidir la Mesa de Enlace en representación de apenas 75.000 sojeros, sino el Estado en nombre de 40 millones de argentinos.
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